
𝐋𝐞𝐜𝐭𝐮𝐫𝐚: «Tú, Belén Efrata, eres pequeña para estar entre las familias de Judá; pero de ti me saldrá el que será Señor en Israel.» (Miqueas 5:2)
Jerusalén, la capital del reino, estaba rodeada por los enemigos. El pueblo de Dios no había sido fiel al pacto. Por eso la muerte y la destrucción estaban en las puertas de la ciudad. La vida del rey estaba en peligro. Los reyes humanos se habían desviado del camino del Señor y no habían logrado proteger Jerusalén. Después de tantos reyes débiles e infieles, ¿qué esperar? ¿Otro rey?
Sí, la esperanza estaba en un nuevo rey. No cualquier rey. El profeta Miqueas trajo la promesa de Dios de que vendría el que sería el Rey de Israel: «Tú, Belén Efrata, eres pequeña para estar entre las familias de Judá; pero de ti me saldrá el que será Señor en Israel. Sus orígenes se remontan al principio mismo, a los días de la eternidad» (Miqueas 5:2). Belén, la ciudad de David, estaba rodeada de amenazas de muerte y destrucción. Y desde allí vendría el Rey, el Salvador de Israel y de toda la humanidad.
En los cielos de Belén brillaba la estrella, mostrando el camino a los Magos que vinieron de lejos a adorar al gran Rey, enviado por Dios al mundo. Un rey humano y divino. Dios y el hombre en uno solo Jesús. No falló y fue fiel en todo momento a la voluntad de su Padre.
Jesús llegó a Jerusalén montado en un burro. Y los enemigos incluso celebraron su muerte. Sin embargo, él era el rey prometido por Miqueas, el rey victorioso que traería esperanza a todo el mundo. Y, de hecho, venció, saliendo victorioso de la tumba.
De Belén vino un rey muy poderoso. A Dios le gusta sorprender convirtiendo lo pequeño en algo importante. Hizo esto con cada uno de nosotros el día de nuestro bautismo. Somos pecadores débiles transformados por Dios en hijos importantes del Señor.
𝐎𝐫𝐞𝐦𝐨𝐬: ¡Viva el Rey eterno, Jesús! Ven a gobernar mi vida y mi corazón. En tu nombre. Amén.
Autor: Rafael Juliano Nerbas
