
𝐋𝐞𝐜𝐭𝐮𝐫𝐚: «¡Ustedes, puertas, levanten sus dinteles! ¡Ensánchense ustedes, puertas eternas! ¡Ábranle paso al Rey de la gloria!» (Salmo 24:9)
En el mundo antiguo, las ciudades tenían muros muy altos, que llamamos murallas. En ellas había puertas que se custodiaban durante el día y se cerraban con llave por la noche. Para que alguien pudiera entrar, había que abrir las puertas. Así que cuando un rey regresaba a su ciudad, alguien se acercaba y gritaba a quienes cuidaban las puertas: «¡Abrid las puertas!»
El Salmo 24 pinta un cuadro de la llegada de un rey. Un heraldo (mensajero), que se adelanta, grita: «Abrid de par en par las puertas, abrid las viejas puertas, y entrará el Rey de la gloria.» Pero quienes custodian las puertas están confundidos. ¿Rey de la gloria? «¿Quién es este Rey de la gloria?» Y el heraldo responde: «Es Dios, el Señor Todopoderoso; él es el Rey de la gloria» (Salmo 24:9-10).
Es muy probable que, en tiempos del Antiguo Testamento, la gente que escuchaba el Salmo 24 pensara en el Templo y en la entrada del arca de la alianza hacia este magnífico Templo. El arca de la alianza era, por así decirlo, el trono de Dios, la presencia visible de Dios en medio de su pueblo. En tiempos del Nuevo Testamento hoy, leemos el Salmo 24 a la luz de la venida de Jesucristo al mundo. Incluso cantamos himnos inspirados en el Salmo 24. Una de las más conocidas y cantadas en esta época antes de Navidad es «Abrid las puertas y aclamad».
El himno «Abrid las puertas y aclamad» fue compuesto hace más de 300 años. De todo lo que decimos en este himno, destacan dos cosas: la primera es que Jesús, el Rey de la gloria, lleva una corona de santidad y justicia. Por la cruz, el Rey de la gloria trae vida y salvación eterna. El segundo punto es que la ciudad amurallada es, en un sentido muy personal, el corazón de cada uno de nosotros. «¡Feliz es cada corazón en el que Él hace habitación!» ¡Así que abrid bien las puertas!
𝐎𝐫𝐞𝐦𝐨𝐬: Oh Señor de gloria, ven y haz morada en mí. Amén.
Autor: Vilson Scholz
