𝐍𝐮𝐧𝐜𝐚 𝐬𝐚𝐭𝐢𝐬𝐟𝐞𝐜𝐡𝐨

𝐋𝐞𝐜𝐭𝐮𝐫𝐚: «Una vez más dirigí la mirada hacia la vanidad que existe bajo el sol. Y vi a un hombre solo, sin hijos ni hermanos que lo sucedieran, y que no obstante nunca dejaba de trabajar ni se cansaba de contemplar sus riquezas, ni tampoco se preguntaba: «Y yo, ¿para quién trabajo? ¿Para qué reprimo mi apetito por las cosas buenas?» ¡Y esto también es vanidad, y un trabajo infructuoso!» (Eclesiastés 4:7-8)

Si antes la presión por los resultados se restringía a la vida profesional, ahora vivimos en una dictadura del rendimiento en todos los ámbitos de la vida. Sentimos una demanda casi irresistible de ser el profesional más exitoso, el mejor padre, la mejor esposa, etc. E incluso cuando logramos nuestras metas, la sed de éxito nunca se apaga.

El sabio rey Salomón ya había identificado este problema cuando escribió: «Una vez más dirigí la mirada hacia la vanidad que existe bajo el sol. Y vi a un hombre solo, sin hijos ni hermanos que lo sucedieran, y que no obstante nunca dejaba de trabajar ni se cansaba de contemplar sus riquezas, ni tampoco se preguntaba: «Y yo, ¿para quién trabajo? ¿Para qué reprimo mi apetito por las cosas buenas?» ¡Y esto también es vanidad, y un trabajo infructuoso!» (Eclesiastés 4:7-8). La búsqueda incesante del rendimiento nos obliga a vivir en un mundo de ilusiones en el que priorizamos el éxito, incluso si nos lleva a descuidar a la familia y los amigos. El resultado de esta triste ilusión es la soledad y la insatisfacción.

Para evitar todo esto, Salomón nos aconseja: «Acuérdate de tu Creador ahora que eres joven. No esperes a que vengan los días malos, y a que lleguen los años en que digas: «Vivir tanto no es motivo de regocijo»» (Eclesiastés 12:1). Salomón muestra que el único remedio para la ilusión de la dictadura de la actuación es recordar a Dios y todo lo que hace por nosotros. Él nos ama y envió a su Hijo, Jesucristo, para salvarnos. A través de Cristo, tenemos vida verdadera y podemos ver la realidad. Nos damos cuenta de que nuestra reconciliación con Dios ya ha sido lograda por Jesús, sin nada de nuestra parte que hayamos realizado. Fue obra exclusiva de Cristo. Confiando en la obra de Jesús, somos capaces de trabajar, sin ser abrumados por la dictadura del rendimiento, dando gracias a Dios con satisfacción por todo lo que ya tenemos. De esta manera, podremos temer a Dios y obedecer «sus mandamientos, porque para eso fuimos creados» (Eclesiastés 12:13).

𝐎𝐫𝐞𝐦𝐨𝐬: Querido Dios, enséñame a estar satisfecho con lo que ya he recibido de ti. En el nombre de Jesús. Amén.

Autor: Mário Rafael Yudi Fukue